Cuando eres pequeño tu destino es como un abanico abierto a una infinidad de caminos. Cuando eres muy mayor, en cambio, el abanico del destino se ha ido cerrando, y es cada vez más estrecho y unidireccional, y el futuro se ha ido difuminando. El destino es una estación concreta hacia donde se encamina cada persona, resultado del itinerario que ha construído el monstruo mental que va alimentando con su pensamiento y con sus acciones. Y también con su genética, con la educación recibida y con sus relaciones sociales. Y no sólo eso: cada persona está sumergida en una serie de destinos globales que se solapan: el de su familia, el de su nación, el del planeta Tierra. Casi nada.
Y a pesar de todo los humanos tenemos libre albedrío, cosa que no tiene, por ejemplo, un león, cuyas actuaciones son puro fruto de su programa genético. Nosotros podemos pensar, que es el suceso que precede a cualquier acción. Pero el noventa y nueve por ciento de nuestras acciones son automáticas, producto de un pensamiento automatizado por las actitudes adquiridas y la rutina de las actuaciones. Y cuando dudamos, casi siempre hay alguien (persona o medio de comunicación) que nos influye, (des)orienta, reconduce o convierte así que, ¿dónde queda nuestro libre albedrío? (Ejercicios para desarrollar el sentido del libre albedrío: peinarse con la mano izquierda, vestirse a oscuras, andar hacia atrás, comer debajo de la mesa... y un largo etcétera de movimientos para acostumbrar la mente a desautomatizarse)
La filosofía del libre albedrío contra la del (pre)determinismo es tan larga como la historia misma del pensamiento humano, sin que hasta ahora se haya llegado a ningún resultado efectivo, pero lo cierto es que nosotros mismos construimos nuestro destino en gran medida. La fuerza del destino está muy bien ilustrada en la trilogía de El Padrino de Francis Ford Coppola: Michael Corleone no puede, a pesar de su enorme poder y fortuna, apartar a su familia de la ilegalidad y del crimen: fatalmente quedarán destruídos por el destino creado por ellos mismos que les perseguirá hasta el final. El doctor Sigmund Freud lo definió así: "a todo el mundo le acontece lo que le asemeja".
Para empezar a cambiar el destino, primero hay que aprender a modificar el pensamiento que conforma los automatismos que son las actitudes. Esto debe hacerse con ejercicios mentales sistemáticos a partir de estados de relajación para implantar en el cerebro una actitud nueva en el lugar que ocupaba la antigua. Por ejemplo: si yo soy un ser intolerante e irascible, voy a limpiarme de esta actitud sustituyéndola por el ejercicio de la tolerancia. Y entonces crear una forma mental de tolerancia sobre la cual, día tras día, ir depositando sucesivas capas de pensamiento, hasta llegar a llenar el espacio mental que ocupaba la anterior. No es difícil, pero requiere un trabajo diario y constante durante bastante tiempo. Una vez implantada la nueva actitud o modelo de comportamiento, hay que crear una forma mental que sea el objetivo o meta que se quiera alcanzar, perseverando igualmente todos los días, y ponerse a trabajar físicamente para lograrlo. Sólo así será factible, dentro de lo posible, alcanzar un nuevo destino benéfico o neutralizar un viejo destino inevitable.
La Forza del destino es una ópera de Giuseppe Verdi que se estrenó en el teatro Kammeni Bolshói de San Petesburgo el 10 de Noviembre de 1862. Ilustra musicalmente esta enorme fuerza (simbolizada por poderosos toques de trompeta que simbolizan la inexorabilidad del destino) y ayuda a comprender sin razonamientos la dependencia humana de las consecuencias de nuestros actos vitales. Pero en la misma música es perceptible, a pesar de todo, un resquicio para la esperanza. Existen dentro del cerebro herramientas para eludir la fatalidad y más que eso: tenemos un material mental que trasciende y puede llevar al éxito; sólo tenemos que soñar y trabajar.
Es triste reconocerlo pero la mayor parte de los seres humanos no lo conseguirá jamás, porque la endogamia de sus pensamientos acabará haciéndoles caminar en círculos. Quién no tenga la intención de cambiar no cambiará, y a veces es justamente modificar las intenciones lo más difícil de alcanzar. Me viene a la memoria una anécdota narrada por Josep Pla durante una de sus estancias en Cadaqués. Sentados en la terraza del bar Marítim, unos veraneantes franceses explicaban dramáticamente los detalles del naufragio de su yate deportivo en la costa de Cap de Creus. Entre los tertulianos se encontraba un viejo marino del pueblo, un hombre mayor que había navegado por todos los mares del mundo y que ahora, ya jubilado, siempre fumaba y parecía ausente, sin hablar prácticamente nunca. Pero esta vez había escuchado la narración de los acontecimientos con especial atención. Al disolverse la reunión, cuando todos se habían marchado ya, se puso en pié y miró al señor Pla y, a modo de confidencia, le dijo: "en el mar, siempre naufragan los mismos".
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