Supongo que todo el conocimiento nuevo que están generando las neurociencias convendría aplicarlo a la educación, pero no parece que esté siendo así. Y sin embargo cada vez queda más claro que las capacidades afectivas e intelectivas son educables, que los talentos son potenciables, que la red neuronal de un niñ@ es desarrollable como se desarrolla un músculo.
Me refiero sobretodo a los niños preescolares, cuya red neuronal está desarrollando probablemente las macroestructuras en el interior de las cuales se implantarán y se harán tupidas sucesivas subredes cada vez más especializadas. Es importante que padres y educadores comprendan que, cuanto más se ensanche esta cancha inicial, más actividad cognitiva va a poder gestionar después el cerebro adulto. Ahí estaría la función educadora real. Este periodo es de 0 a 7 años según las más recientes evaluaciones. A partir de ahí, el propio cerebro humano suele iniciar un periodo de autoaprendizaje donde los educadores pasarían a ser conductores, estimulando, orientando y faciltando al niñ@ la tarea de aprender, que iría pasando cada vez en mayor medida a una gestión pedadógica orientada pero propia. ¿A mayor amplitud cerebral, más mente? Es lo que parece.
Una de las constataciones de la neurociencia actual consiste en un fenómeno asombroso y a la vez tremendamente simple, difícil de tener presente por su obviedad y extrema sencillez. Es el siguiente:
La secuencia electroquímica que tiene lugar en el cerebro para ordenar un suceso (es decir: la circulación de la información necesaria para que esto ocurra) es la misma tanto si el suceso es real como si es fictício (tanto como si se ejecuta finalmente como si sólo se imagina)
Las consecuencias que alberga este fenómeno son:
1. Toda simulación es aprendizaje (y, además, exento de los peligros del plano real)
2. Todo lo imaginado (bueno y malo) provoca disfrutar o sufrir (relajar o estresar la mente)
3. Todo lo proyectado en la mente es el ensayo general de una supuesta actuación real definitiva
Desarrollar en un preescolar la llamada inteligencia generadora (la que acabará conformando el carácter y las actitudes) sería pues el objetivo de cualquier simulación primordial, y es más que posible hacerlo sobre la base educativa del juego programado para tal fin, abarcando los campos principales de la actividad y el pensamiento humanos, con la pátina global de la solidaridad y de la aportación del esfuerzo a la colectividad. Promover la fantasía a todo nivel, aunque descartando definitivamente los cuentos de ogros que engordan niños para comérselos o reinas que envenenan manzanas para matar a la competencia femenina. Introducir en los programas de juegos simulatorios los conceptos de la ética, del civismo, de la ecología, del compartir y del ilusionar. Del compadecer y ayudar a los que sufren. Del aportar a la sociedad a la que se pertenece.
Todos los preescolares quieren jugar, así que lo único que resta es que los padres y educadores dediquen tiempo a programar y orientar estos juegos. Van a encontrarles siempre dispuestos, no sólo a emprender un nuevo juego, sino a repetir hasta la saciedad uno antiguo. No pasa nada: la repetición refuerza las conexiones interneuronales y hace que el niñ@ se sienta más segur@. El cariño de sus padres y educandos hará el resto. Quizá así consigamos unos ciudadanos preparados para los enormes retos que encontrarán en la sociedad futura, probablemente aún más complicada que la que vivimos hoy.
¿Le gustó este post? ¿Alguna vivencia personal al respecto? Charles Bennet estará encantado de recibir sus comentarios. Gracias.
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