Ya les dije que me iba de vacaciones a Dinamarca, que es un país como los demás sólo que extremamente limpio y mantenido, verde, amable, alegre y tolerante, cívico y anticorrupto, con una democracia fresca y antigua. Con una imagen de país deliciosa: Andersen; daneses trajinando tranquilamente por sus ciudades ordenadas, por sus pueblos apacibles de agricultura modélica; ejército y policía invisibles en un estado agnóstico y civil al servicio de la gente.
Es un país como a mí me gustan los países: pequeño y asequible, de patriotismo suave, donde no hay redentores ni santos ni héroes; ni curas, ni militares ni nadie que te quiera salvar de nada. Si además el buen tiempo acompaña (cosa que ocurrió durante mi estancia) la sensación de bienestar y comunión con un paisaje dulce y ondulado es perfecta. Hay una reina inofensiva que no manda pero trabaja, según dicen, de relaciones públicas del país. El territorio está dividido en barrios pequeños (comunas) que son centros administrativos autónomos con recaudación fiscal, administración y servicios propios.
Los inmigrantes, en su mayoría árabes, constituyen el nuevo reto de una sociedad hasta ahora de cultura protegida, un poco endogámica, de idioma poco asequible, orgullosa de sus conquistas sociales. Los recién venidos no van a cambiar nuestra manera de vivir, dicen, y nosotros vamos a respetar la suya. Y sin embargo un artículo de la periodista sueca Ingrid Carlqvist puso en evidencia lo que muchas mujeres danesas pensaban: nosotras, que luchamos décadas para que la mujer tuviera igualdad de derechos, ¿hemos de integrar ahora en nuestro país culturas que, en nombre de la tradición o de la religión, degradan a la mujer conculcando sus derechos más elementales? La respuesta es no. Pues por este no, Carlqvist fue en Suecia tildada de nazi y boicoteada en los medios de comunicación. No estoy contra los inmigrantes, estoy a favor de los derechos de sus mujeres, repetía ella.
En mis periplos por el norte de Jutlandia conocí a una señora llamada Lone Panduro, y me llamó la atención su castellano apellido, así que le pregunté si su padre era español. Mi padre no, mi tatarabuelo, contestó. Verá: en 1807 llegó un contingente de quince mil soldados españoles a Dinamarca enviados por un tal Godoy, en tal tiempo todavía aliado de Napoleón, que supuestamente debía ayudar a los daneses ante las posibles invasiones rusas o británicas. No ocurrió nada, así que los españoles se dedicaron a pasarlo bien y confraternizar abiertamente con los daneses, me atrevería a decir que más bien con las danesas, hasta que Francia se convirtió en enemigo de España y fueron repatriados. Pero cinco mil de ellos ya no regresaron, y se fueron integrando paulatinamente a la sociedad danesa. Mi tatarabuelo violó un día a mi tatarabuela, aunque en seguida se arrepintió y le pidió perdón y además que se casara con él. Mi tatarabuela, cabreada, se lo pensó un tiempo pero finalmente aceptó. Tuvieron doce hijos.
¿Quién da más? Los países escandinavos no son perfectos, pero como ciudadano uno tiene la sensación que el Estado está a tu favor y, cuando no lo está o algo va mal, este ciudadano se manifiesta y el responsable dimite inmediatamente. O lo echan, como ocurrió en Islandia. Los países que van bien suelen tener poca historia. Suelen tener un cierto recorrido social sin demasiados acontecimientos trágicos, que son los que en definitiva acaban conformando La Historia. Dinamarca es una monarquía constitucional de más de mil años, y los daneses acuden con banderitas a saludar a la reina el día de su cumpleaños, custodiada por unos soldaditos daneses de opereta con un gorro peludo enorme y uniforme de colores, ja, ja. Pero, como decía un amigo danés, estos soldaditos todavía están ahí y en cambio ¿qué se hizo de las invencibles divisiones de soldados marcadores del paso de la oca de la Wehrmacht?
No hay comentarios:
Publicar un comentario