A las ocho de la mañana estoy sentado en un banco del pequeño muelle del barrio extrarradio de Puerto Limón al que llaman Buenos Aires. En Costa Rica todo el mundo se levanta temprano. Pero mi amigo Sebastián Palomares no está a la vista. El día es radiante y el sol empieza a quemar y, como siempre ocurre en el trópico, por el horizonte oeste ya asoman esos cúmulos blancos que irán avanzando por el cielo durante el día hasta que, a las cinco de la tarde, inexorablemente, caerá el gran chaparrón de una hora de duración. Bien, me como un par de bananas que llevo en el macuto.
El canal empieza en Puerto Limón y a veces serpenteante, a veces recto como un palo, a veces estrecho, a veces extremamente ancho; a veces aprovechando el meandro de un río, o la boca de un arroyo, o los ramales de una desembocadura; a veces con recodos inverosímiles entre el follaje de la selva, acaba llegando a Tortuguero después de una recta final anchísima, inacabable, por la que las lanchas de transporte circulan con el gas a tope por más de una hora. Desde Puerto Límón a Tortuguero, el viaje suele durar como cinco horas.
Tatán aparece a las nueve y media. Voy corto de gasolina, me dice, así que tenemos que detenernos y ver de comprar en Cocal o en Doce Millas, porque con lo que hay no creo que lleguemos ni a la Boca de Parismina. ¿Y aquí en Puerto Limón? Acá está hoy todo cerrado. Me acomodo en la lancha y Tatán enfila canal arriba.
Sebastián es un hombre nativo, alto, fuerte, moreno, selvático y ecológico. Sonríe siempre. Por aquí desembarcaron los primeros conquistadores, dice señalando unas playas que quedan a nuestra derecha con el mar al fondo. Todos los conquistadores son unos hijos de puta, le respondo, y Tatán se ríe por debajo de la nariz, sí, claro, son mejores los turistas, y da gas a fondo sobre la amplia pista de agua. Vamos a máxima velocidad, que es mucha, y nos cruzamos con una lancha cuyo patrón saluda a lo lejos. Al cabo de un momento Tatán reduce la velocidad al mínimo, salva la ola producida por la otra lancha, y en seguida regresa a la velocidad tope sobre el agua otra vez inmóvil. Después de mucho rato el canal se estrecha y Tatán detiene la embarcación en un recodo. Me hace un signo de silencio y señala un pequeño caimán que toma el sol sobre una roca. Y luego más arriba, en las ramas de un árbol, un mono perezoso que trepa al ralentí. Los típicos aullidos, graznidos y ronquidos de la selva suenan sobre nuestras cabezas. Los guacamayos vuelan entre el follaje. Las grullas dan zancadas en el agua y una cuadrilla de monos se escurre por la orilla de estribor.
En la boca del río Pacuare hacemos un alto. Yo tomo café en la cabaña y observo a Tatán que, a lo lejos, discute con un hombre de cabellos blancos. Vuelve al poco refunfuñando, gesticulando. Qué pasa, ¿no hay gasolina? Sí la hay, pero ese chingado de Juárez no quiere vendérmela, responde Sebastián. ¿Por qué no? Porque hoy es viernes santo y comerciar sería pecado según dice.
Hay que ir a buscar al cura. Si él no bendice la transacción, nos quedamos a dormir en Pacuare. Voy con Tatán por la selva. Los mosquitos nos atacan y tenemos que diluir un paquete de cigarrillos en agua y embadurnarnos con el mejunje (la receta es de Sebastián). Funciona. También funcionaría con gasolina, pero es justamente lo que no tenemos. Mira esta ranita minúscula megavenenosa con la que los indios antiguamente untaban la punta de la flecha. Llegamos a la cabaña que hace de iglesia del pueblito media hora más tarde. El cura resulta ser un tal padre Abundio y no está demasiado por la labor pero finalmente, por diez dólares para las almas del purgatorio y un par de cervezas, accede a venir con nosotros para emitir una indulgencia excepcional para comerciar en el día de hoy. Pronto estamos otra vez camino de Tortuguero.
Hemos recogido pasaje variopinto que se dirige a Parismina y a Jaloba, así que la lancha se ha llenado: campesinos con gallinas, ecologistas americanos de trekking y una pareja de ticos perfectamente elegantes que van de boda.
En Jaloba comemos lonchas de cerdo con huevos fritos en un puesto de bebidas junto al río; un titi del tamaño de una mano me sube al hombro para que le dé de comer. Lo cojo y se me agarra con las cuatro patas y enrrolla la cola en mi brazo. Tomamos café y salimos para Tortuguero con nuevo pasaje.
El último tramo del canal es infinito. Una hora de motor zumbante a máxima revolución sobre la amplísima franja de agua, y cuando finalmente se para siento más que nunca la paz del lugar. Desembarcamos y Tatán me lleva a su casa.
Es una choza bellísima, auténtica, con nevera y televisión y un jardín de césped natural cuidado y salpicado de palmeras por entre las cuales se atisban la playa y el mar. Enterrados en los arenales de esta playa yacen desde hace semanas los huevos que las tortugas depositaron y que se encuentran próximos a eclosionar. Faltan pocos días. Faltan pocas noches.
El proyecto es el siguiente: cuando los huevos eclosionan las pequeñas tortugas tratan de llegar al mar en seguida, pero el periplo no es fácil. Una cantidad ingente de depredadores, básicamente pájaros, las interceptan y se las comen. Hay tantas tortuguitas corriendo que algunos pájaros matan primero todas las que pueden para luego picotearlas tranquilamente. Muy pocas llegan al agua. Así pues, nuestro grupo ecologista ha diseñado una estrategia por la cual unas cincuenta personas se colocarán en la playa con grandes hojas de palma con las que mantener los pájaros a raya. La idea es lograr que el máximo número de tortugas llegue al agua, puesto que se trata de una especie que se encuentra en situación de posible extinción.
Tatán es escéptico e incluso contrario a las intervenciones. Él ha observado el fenómeno todos los años desde pequeño, y jamás nadie nativo ha intervenido en ésta o cualquier otra fenomenología biológica del país. Siempre se ha producido así, dice, y los pájaros también tienen que comer. Y los lagartos. Y los caimanes. Y los monos. Y las serpientes. Cenando con él me cuenta que un día escuchó a un viejo campesino rezando en la iglesia del padre Abundio. Decía: Señor, sálvanos de los que vienen a salvarnos, Señor.
En la boca del río Pacuare hacemos un alto. Yo tomo café en la cabaña y observo a Tatán que, a lo lejos, discute con un hombre de cabellos blancos. Vuelve al poco refunfuñando, gesticulando. Qué pasa, ¿no hay gasolina? Sí la hay, pero ese chingado de Juárez no quiere vendérmela, responde Sebastián. ¿Por qué no? Porque hoy es viernes santo y comerciar sería pecado según dice.
Hay que ir a buscar al cura. Si él no bendice la transacción, nos quedamos a dormir en Pacuare. Voy con Tatán por la selva. Los mosquitos nos atacan y tenemos que diluir un paquete de cigarrillos en agua y embadurnarnos con el mejunje (la receta es de Sebastián). Funciona. También funcionaría con gasolina, pero es justamente lo que no tenemos. Mira esta ranita minúscula megavenenosa con la que los indios antiguamente untaban la punta de la flecha. Llegamos a la cabaña que hace de iglesia del pueblito media hora más tarde. El cura resulta ser un tal padre Abundio y no está demasiado por la labor pero finalmente, por diez dólares para las almas del purgatorio y un par de cervezas, accede a venir con nosotros para emitir una indulgencia excepcional para comerciar en el día de hoy. Pronto estamos otra vez camino de Tortuguero.
Hemos recogido pasaje variopinto que se dirige a Parismina y a Jaloba, así que la lancha se ha llenado: campesinos con gallinas, ecologistas americanos de trekking y una pareja de ticos perfectamente elegantes que van de boda.
En Jaloba comemos lonchas de cerdo con huevos fritos en un puesto de bebidas junto al río; un titi del tamaño de una mano me sube al hombro para que le dé de comer. Lo cojo y se me agarra con las cuatro patas y enrrolla la cola en mi brazo. Tomamos café y salimos para Tortuguero con nuevo pasaje.
El último tramo del canal es infinito. Una hora de motor zumbante a máxima revolución sobre la amplísima franja de agua, y cuando finalmente se para siento más que nunca la paz del lugar. Desembarcamos y Tatán me lleva a su casa.
Es una choza bellísima, auténtica, con nevera y televisión y un jardín de césped natural cuidado y salpicado de palmeras por entre las cuales se atisban la playa y el mar. Enterrados en los arenales de esta playa yacen desde hace semanas los huevos que las tortugas depositaron y que se encuentran próximos a eclosionar. Faltan pocos días. Faltan pocas noches.
El proyecto es el siguiente: cuando los huevos eclosionan las pequeñas tortugas tratan de llegar al mar en seguida, pero el periplo no es fácil. Una cantidad ingente de depredadores, básicamente pájaros, las interceptan y se las comen. Hay tantas tortuguitas corriendo que algunos pájaros matan primero todas las que pueden para luego picotearlas tranquilamente. Muy pocas llegan al agua. Así pues, nuestro grupo ecologista ha diseñado una estrategia por la cual unas cincuenta personas se colocarán en la playa con grandes hojas de palma con las que mantener los pájaros a raya. La idea es lograr que el máximo número de tortugas llegue al agua, puesto que se trata de una especie que se encuentra en situación de posible extinción.
Tatán es escéptico e incluso contrario a las intervenciones. Él ha observado el fenómeno todos los años desde pequeño, y jamás nadie nativo ha intervenido en ésta o cualquier otra fenomenología biológica del país. Siempre se ha producido así, dice, y los pájaros también tienen que comer. Y los lagartos. Y los caimanes. Y los monos. Y las serpientes. Cenando con él me cuenta que un día escuchó a un viejo campesino rezando en la iglesia del padre Abundio. Decía: Señor, sálvanos de los que vienen a salvarnos, Señor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario