Ya antes de nacer el cerebro humano presenta un complejidad desmesurada. Unas percepciones del cien por cien. Una mente subconsciente que archiva toda la información entrante. Unas emociones graduadas de alta gama entre placer y dolor y unos sentimientos intuitivos. Todo ello instalado sobre una programación bio-genética proviniente de generaciones anteriores que es la que origina su incipiente experiencia vital.
La neurociencia, surgida de una especie de cooperación entre neurólogos y sicólogos con utilización de scanners, técnicas digitales tomográficas, resonancias magnéticas y otros sistemas de explorar y visualizar el cerebro en funcionamiento, ha permitido establecer avances tan importantes como el descubrimiento de la plasticidad cerebral, la diferenciación entre cerebro y mente, el reconocimiento del pensamiento como instrumento de la mente y de la identidad, así como de los niveles extrapolares de la función cerebral tales que los estados alfa o meditativos, la intuición y el reconocimiento e identificación de este generador de actitudes y sentimientos antiguamente llamado espíritu, ahora llamado conciencia.
El salto científico hacia adelante ha sido descomunal. Ahora sabemos que el cerebro, a través del pensamiento, construye redes neuronales específicas para cada proyecto concreto, por minúsculo que éste sea, y así se modifica constantemente. Y esto es especialmente cierto en el caso de los cerebros preescolares, esa época milagrosa de cero a cinco años donde el cerebro se expande a una velocidad indescriptible, en una especie de analogía de la fase inicial del Big Bang del universo. Y esto ocurre ante nuestros ojos en el caso de los hijos. Así que tenemos que asumir de una vez por todas que con nuestra actuación consciente o inconsciente estamos determinando, todos los días, el nivel intelectivo y emocional futuro de nuestro retoño.
Este cerebro en expansión (o espacio cuántico del conocimiento) recibe semillas informativas constantemente del mundo, del entorno, de las luces y los sonidos y las palabras y los gestos y las músicas... Que se le van implantando; germinan (o no) y empiezan a conformar todos los niveles de la personalidad: la inteligencia, la conciencia, la identidad y la manera de ser -de forma habitualmente casual.
Pues bien, los instrumentos con que los padres se deben valer para incidir en la configuración de un cerebro idealizado son básicamente dos: la fuerza del cariño y un programa de simulaciones sistematizadas o, dicho de otra manera, amor y juego.
AMORES
Todo el mundo sabe lo que es el cariño. Pero su práctica con bebés acostumbra a limitarse a la madre, y debería alcanzar al padre al mismo nivel. La educación del bebé compete a los dos por igual, y el número de besos, abrazos, carantoñas y revolcones habría de ser el mismo, y la colaboración de hermanos mayores, cuando los hay, estupenda. Un bebé tratado "con muchos besos" (la conectómica neuronal local se multiplica con cada beso) refuerza las redes de la seguridad en sí mismo y de la autoestima. Un bebé así tratado... desarrolla en su cerebro aquel nivel especial de conexiones interneuronales que gestionan la inteligencia emocional, y los transforma en una especie de pátina, como un celofán bellísimo que envuelve los patrones de la lógica que son las redes neuronales básicas interconectadas, y los convierte así en ideas filtradas por emociones esto es, en cerebros humanos.
SIMULACIONES
El juego no es más que una simulación divertida y sin riesgo de la realidad, que sirve para crear patrones abstractos, culturales e intelectivos en alguno de los dos hemisferios del cerebro. Todos los animales (cuando son cachorros), juegan: utilizan la simulación que luego les hará cazar, buscar refugio o reproducirse en la realidad. Los humanos debemos potenciar pronto estas actuaciones con los preescolares puesto que nuestra realidad es muchísimo más compleja, y el cerebro incipiente debe prepararse para ella. Otro de los grandes descubrimientos de la neurociencia es la operativa de la circulación de la información y además: por las redes neuronales circula el mismo caudal de electroquímica de información/emoción, tanto cuando se vive una realidad, como cuando "sólo" se imagina. Cuando alguien que estudia para piloto ha pasado 500 horas en un simulador de vuelo, empieza a estar preparad@ para subirse a un avión de verdad. Potenciando la imaginación del niñ@ con simulación de realidades -escenificación de circunstancias o teatralización de situaciones-, expandimos su base cognitiva y ampliamos la superficie cerebral donde posteriormente depositar conocimiento. Es como si a un armario vacío le fuéramos colocando colgadores. A más base cognitiva más capacidad de aprendizaje.
La imaginación es la antesala de la realización de cualquier proyecto de la mente. Y en la mente del bebé casi todo son proyectos. Si los educadores somos capaces de generar en la mente preescolar la capacidad de diseñar mentalmente objetivos ilusionados le enseñaremos a aprender, a conseguir metas, a ser más inteligente y probablemente también más feliz. Porque aunque pueda parecer curioso, la felicidad se alcanza más fácilmente si antes ha sido diseñada imaginativamente. Los niños de ahora van a enfrentarse a un mundo enormemente complejo. Queremos futuros adultos inteligentes y felices. Ésta es nuestra meta como educadores. ¿Puede haber algo más bonito?
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